Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy está centrada en el sacramento de la Reconciliación. Este sacramento brota directamente del Misterio Pascual. Jesús Resucitado se apareció a sus apóstoles y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados». Así pues, el perdón de los pecados no es fruto de nuestro esfuerzo personal, sino es un regalo, un don del Espíritu Santo que nos purifica con la misericordia y la gracia del Padre.
La Confesión, que se realiza de forma personal y privada, no debe hacernos olvidar su carácter eclesial. En la comunidad cristiana es donde se hace presente el Espíritu Santo, que renueva los corazones en el amor de Dios y une a todos los hermanos en un solo corazón, en Jesucristo. Por eso, no basta pedir perdón al Señor interiormente; es necesario confesar con humildad los propios pecados ante el sacerdote, que es nuestro hermano, que representa a Dios y a la Iglesia. Nos puede hacer bien hoy, pensar, a cada uno, cuánto tiempo hace que no me confieso. Cada uno responda. Le puede hacer bien.
El ministerio de la Reconciliación es un auténtico tesoro, que en ocasiones corremos el peligro de olvidar, por pereza o por vergüenza, pero sobre todo por haber perdido el sentido del pecado, que en el fondo es la pérdida del sentido de Dios. Cuando nos dejamos reconciliar por Jesús, encontramos una paz verdadera.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los participantes en el Curso Internacional de Animación Misionera, así como a los grupos provenientes de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a acercarse con frecuencia al sacramento de la Penitencia, a confesarse y recibir así el abrazo de la infinita misericordia del Padre, que nos está esperando para darnos un fuerte abrazo. Gracias.
A través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, esta vida, nosotros la llevamos “en vasos de barro” (2 Cor 4,7), estamos todavía sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por esto, el Señor Jesús, ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia sus propios miembros, en particular, con el Sacramento de la Reconciliación y el de la Unción de los enfermos, que pueden estar unidos bajo el nombre de “Sacramentos de sanación”. El sacramento de la reconciliación es un sacramento de sanación. Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme: sanarme el alma, sanarme el corazón por algo que hice no está bien. El ícono bíblico que los representa mejor, en su profundo vínculo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (Mc 2,1-12 / Mt 9,1-8; Lc 5,17-26).
1- El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación – nosotros lo llamamos también de la Confesión - brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de Pascua el Señor se apareció a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y luego de haberles dirigido el saludo “¡Paz a ustedes!”, sopló sobre ellos y les dijo: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen” (Jn. 20,21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que está contenida en este Sacramento. Sobre todo, el hecho que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no puedo decir: “Yo me perdono los pecados”; el perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino es un regalo, es don del Espíritu Santo, que nos colma de la abundancia de la misericordia y la gracia que brota incesantemente del corazón abierto del Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y ésto lo hemos sentido todos, en el corazón, cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza. Y cuando sentimos el perdón de Jesús, ¡estamos en paz! Con aquella paz del alma tan bella, que sólo Jesús puede dar, ¡sólo Él!
2- En el tiempo, la celebración de este Sacramento ha pasado de una forma pública – porque al inicio se hacía públicamente – ha pasado de esta forma pública a aquella personal, a aquella forma reservada de la Confesión. Pero esto no debe hacer perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar en el cual se hace presente el Espíritu, el cual renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una sola cosa, en Cristo Jesús. He aquí por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humildemente y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este Sacramento, el sacerdote no representa solamente a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Alguno puede decir: “Yo me confieso solamente con Dios”. Sí, tú puedes decir a Dios: “Perdóname”, y decirle tus pecados. Pero nuestros pecados son también contra nuestros hermanos, contra la Iglesia y por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos, en la persona del sacerdote. “Pero, padre, ¡me da vergüenza!”. También la vergüenza es buena, es ‘salud’ tener un poco de vergüenza. Porque cuando una persona no tiene vergüenza, en mi País decimos que es un ‘senza vergogna’ un ‘sinvergüenza’. La vergüenza también nos hace bien, nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios, perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decirle al sacerdote estas cosas, que pesan tanto en mi corazón: uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia y con el hermano. Por eso, no tengan miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse siente todas estas cosas – también la vergüenza – pero luego, cuando termina la confesión sale libre, grande, bello, perdonado, blanco, feliz. Y esto es lo hermoso de la Confesión.
Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz alta ¿eh?, cada uno se responda en su corazón: ¿cuándo ha sido la última vez que te has confesado? Cada uno piense. ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo: ¿cuándo ha sido la última vez que yo me he confesado? Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús, allí, ¿eh? Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te recibe con tanto amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión.
Queridos amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos en un abrazo afectuoso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos aquella bella, bella Parábola del hijo que se fue de casa con el dinero de su herencia, despilfarró todo el dinero y luego, cuando ya no tenía nada, decidió regresar a casa, pero no como hijo, sino como siervo. Tanta culpa había en su corazón, y tanta vergüenza. Y la sorpresa fue que cuando comenzó a hablar y a pedir perdón, el Padre no lo dejó hablar: ¡lo abrazó, lo besó e hizo una fiesta! Y yo les digo, ¿eh? ¡Cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta! Vayamos adelante por este camino. Que el Señor los bendiga.
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